El Informe Final de la Comisión de la Verdad es un texto de obligatorio conocimiento para iniciar el proceso de transformación de nuestra sociedad. En este artículo se pretende fomentar su lectura con la exposición de situaciones que documentó, importantes reflexiones que realizó y también se incluyen críticas constructivas sobre algunos asuntos que no fueron esclarecidos, por ejemplo, con relación al surgimiento del narcotráfico y el papel de la CIA en el origen del conflicto armado.
Por: Alejandro García Hernández
El informe final de la Comisión de la Verdad nos enfrenta al pasado cruel de nuestra sociedad para reconocer las razones por las cuales Colombia sigue inmersa en un conflicto armado que parece eternizarse.
Concentra un grito de millones de colombianos que exigen la terminación del conflicto armado, la transformación y la construcción de una nuestra sociedad con justicia social y ambiental que garantice la vida digna de todas las personas y la pervivencia de nuestra naturaleza.
La Comisión de la Verdad invitó a no negar la verdad, sino reconocerla y asumirla para transformar la realidad de la sociedad y superar todos los aspectos sociales, políticos, culturales y económicos que permitieron el continuo estado de conflicto armado de Colombia.
En este sentido, la Comisión propone la construcción de una sociedad que ponga la vida humana y de la naturaleza en el centro de los intereses sociales y que, en consecuencia, tenga la prioridad de proteger a todas las personas y a la naturaleza, garantizando el bienestar y la vida digna de las comunidades y el cuidado de los ecosistemas, del agua, de las tierras y de las especies nativas.
Para ello, la Comisión considera que es fundamental que se reconstruya la confianza colectiva y se construya la convivencia ciudadana; se respete la diferencia y la diversidad de las mujeres, la población LGBTIQ+, los niños y niñas, los jóvenes, las personas con discapacidad, las personas de la tercera edad, los indígenas, los afrocolombianos, raizales y pueblos rrom.
También hace un llamado para que se utilice el diálogo para resolver los conflictos sociales y se rechace todos los tipos de violencia, se acabe la corrupción, se frene la impunidad y se sancione a los responsables de crímenes; se garanticen los derechos y se superen las desigualdades estructurales, como el racismo, el colonialismo, la discriminación, el patriarcado, la exclusión de las diversas comunidades de Colombia y la concentración de la tierra, de las riquezas y de los ingresos.

Las causas del conflicto armado
La Comisión de la verdad reconoce las razones que promovieron el conflicto armado entre las que se destacan el modelo económico que se concentró en el aumento de la riqueza que permitió el aumento de la desigualdad de la sociedad y de la pobreza extrema; el desarrollo de minería y agroindustria en territorios que habían sido anteriormente despojados a campesinos y poblaciones indígenas y afros y que destruyeron sus entornos culturales y ecológicos agrediendo selvas, montañas y ríos; la pervivencia de la corrupción, el narcotráfico y los grupos paramilitares, con lo cual se ha mantenido vivo el conflicto armado, el contrabando, la minería ilegal, el asesinato de líderes sociales, opositores y funcionarios de la justicia, entre otros crueles fenómenos sociales.
Otros aspectos que la Comisión reconoció que han sido causantes del conflicto armado son las armas en la política; la concepción del enemigo interno; el fanatismo de los miembros de los grupos armados; la financiación a la guerra que perpetúa el conflicto armado, por medio del narcotráfico por parte de los grupos armados ilegales, y de políticas y programas, como el Plan Colombia y el aumento al presupuesto militar, por parte del Estado, en lugar de financiar políticas, planes y programas que permitieran superarlo y contribuyeran a la paz, a la reconciliación, al respeto por la diferencia, a la confianza ciudadana, a la regulación del mercado de la droga y al cuidado de la naturaleza.
Los responsables del conflicto armado
El informe reconoce que los diferentes grupos armados -paramilitares, guerrillas, narcotraficantes, Fuerzas Armadas y Policía-, actuando frecuentemente en colaboración con sectores políticos y económicos, son los máximos responsables del conflicto armado.
Los diferentes actores armados y no armados del conflicto alentaron una dinámica de violencia porque se beneficiaban al ganar poder político para sacar provecho de la corrupción o acumular tierra y propiedades, con el despojo de la población civil y la disputa territorial, para destinarlas al narcotráfico, al blanqueo de capitales y en algunos territoriales para proyectos económicos y extractivos.
En este sentido, el informe esclarece la cruel realidad de las prácticas inhumanas que se ejercieron durante el conflicto armado por parte de todos los actores armados como las persecuciones, las detenciones arbitrarias, las torturas, la violencia sexual, las desapariciones forzadas, las masacres, el desplazamiento forzado, los falsos positivos, las ejecuciones extrajudiciales, los asesinatos selectivos, el reclutamiento forzado, los secuestros, las minas y las afectaciones a la naturaleza.
Todas ellas causaron varias situaciones particulares que impactaron la memoria histórica del país, como el genocidio de la UP, la masacre en el palacio de justicia, la persecución de comunidades étnicas y el asesinato sistemático de candidatos presidenciales, líderes políticos, sociales, ambientales, religiosos y sindicales, periodistas, académicos, defensores de derechos humanos y de funcionarios judiciales.
En este sentido, el Informe Final narra la realidad cruel e injusta violencia que particularmente enfrentaron diversos grupos poblacionales, la forma como la enfrentaron y la manera en que rehicieron sus vidas, como los niños y niñas que nacieron y crecieron en medio del conflicto armado; los campesinos; las mujeres y la población LGBTIQ+ que fueron víctimas por crueles prácticas patriarcales que buscaban hacer trizas su dignidad y que promueven un modelo de masculinidad de hombres insensibles y sexistas que someten al otro a través de la fuerza y la violencia y que es sumiso frente a la jerarquía.
Los indígenas, los negros, los afrocolombianos, los raizales y los rrom también se incluyen en este grupo de víctimas. Tuvieron que sobrevivir en medio de la guerra que invadió sus territorios y sus hogares y quienes sufrieron prácticas racistas que infravaloraban sus victimizaciones e incluso los responsabilizaban de estas.
Las personas con discapacidad también sufrieron ataques particulares por los prejuicios sociales. Así mismo se habla de las personas que se vieron obligadas a abandonar el país por el conflicto armado y tuvieron que vivir en el exilio donde el deseo de volver se enfrenta con el arraigo en el extranjero.
Los pequeños y medianos empresarios, entre tanto, fueron víctimas de prácticas crueles por parte de las guerrillas y los paramilitares como los secuestros, las ‘vacunas’, las extorciones, el robo de sus bienes e incluso el asesinato de sus familiares o trabajadores.
Además, se victimizó a todos los actores que trabajaron en medio del conflicto por la justicia, la defensa de los derechos humanos y el esclarecimiento de la verdad, como funcionarios de la rama judicial, los defensores de derechos humanos y del ambiente, los académicos, los artistas y los líderes sociales, religiosos, indígenas, afrocolombianos, entre otros.
Las fuerzas militares y el modelo de seguridad de Colombia
El modelo de seguridad de Colombia desde mediados del siglo XX se ha caracterizado por proteger y perseguir las amenazas al “desarrollo”.
El origen del actual modelo de seguridad de Colombia inició en el marco de la Guerra Fría. Por esto sus lógicas se enmarcan en la guerra contrainsurgente y contra el comunismo, las cuales se han sostenido en la guerra contra las drogas y contra el terrorismo.
Dichas lógicas se caracterizan por buscar, perseguir y destruir física o moralmente a grupos guerrilleros y a “amenazas” dentro de la sociedad civil, sin importar que estos no hubieran incurrido en delitos.
El modelo de seguridad del Estado colombiano se ha orientado a la “defensa” de las instituciones y de los intereses de sectores con poder económico. En este sentido, se calificó como “amenaza”, por considerarse como parte de la insurgencia, a cualquier persona que se opusiera al modelo social, político y económico del país, que hiciera demandas económicas, sociales y ambientales, que hiciera propuestas políticas y sociales alternativas o que denunciara e investigara crímenes cometidos por agentes estatales.
El modelo de seguridad ha propendido por el uso de la violencia militar para enfrentar los conflictos sociales, dejando a un lado mecanismos de diálogo y de negociación política. Por lo tanto, tanto los guerrilleros como los movimientos de oposición se calificaron como enemigos que querían desestabilizar el país para imponer el sistema comunista, por lo cual debían ser perseguidos con los mismos métodos militares.
De esta forma, las fuerzas militares tuvieron amplias capacidades para actuar durante la segunda mitad del siglo XX para perseguir a cualquier persona que se opusiera al sistema establecido, por lo que se criminalizó la protesta social, se limitó derechos a ciudadanos y se permitió la detención, investigación y judicialización de civiles dentro de la justicia penal militar, con lo que se desconocían garantías judiciales.
Es decir que se consideró como “amenazas” a organizaciones y líderes sociales, cívicas, culturales, religiosas, sindicales, campesinas, ambientales, estudiantiles y feministas, entre otros, a las comunidades étnicas que se oponían al modelo de explotación que afectaba sus territorios, a sectores políticos alternativos, de izquierda y de oposición, a académicos, periodistas, defensores de derechos humanos y funcionarios judiciales que denunciaban o investigaban violaciones de derechos humanos o infracciones del DIH, lo cual se denominó como una “guerra de la justicia” según la cual el “enemigo” utilizaba los mecanismo de la justicia para desprestigiar las acciones de los agentes estatales. Bajo estas lógicas también se atacó a los movimientos políticos alternativos que eran considerados como amenazas por querer llegar al poder.
Desde los años 40 estas personas, organizaciones y pueblos fueron consideradas como “amenazas”, por lo que fueron perseguidas militarmente y han sido sistemáticamente torturadas, asesinadas, masacradas, desaparecidas y violentadas. La comisión de dichos crímenes se ha justificado por el establecimiento como una forma de prevenir el escalamiento y exacerbación del conflicto armado.
La impunidad total de los crímenes cometidos por agentes estatales o en colaboración con grupos paramilitares ha sido uno de los objetivos primordiales de este modelo estatal de seguridad. Por lo tanto, las instituciones sistemáticamente han tomado medidas para lograrlo, como alterar los registros oficiales, negar la responsabilidad institucional, desviar las investigaciones, promocionar la justicia penal militar en todos los casos y desprestigiar, perseguir y atacar a las personas que denuncian o investigan dichos actos, quienes eran considerados como «enemigos internos» que adelantaban una “guerra jurídica” para desprestigiar y perseguir a la fuerza pública por medio de mecanismos judiciales.
La dicotomía de la justicia, el periodismo y la religión
Los periodistas y los funcionarios judiciales han sido continuamente amenazados y asesinados por su labor. Gracias a su trabajo se han logrado grandes avances en el reconocimiento, investigación y sanción de casos importantes en el país. Sin embargo, también es cierto que algunas personas de estos sectores defendieron los intereses de poderosos.
En el caso de la justicia, muchos magistrados, fiscales, jueces, investigadores, procuradores y demás funcionarios judiciales han sido perseguidos, asesinados y exiliados por su compromiso con la verdad, la justicia y la democracia al avanzar en investigaciones sobre violaciones de derechos humanos e infracciones del DIH.
Sin embargo otros funcionarios judiciales, por amenazas o sobornos, sirvieron al interés de perpetuar la impunidad de graves violaciones de derechos humanos e infracciones del DIH al tomar posturas omisivas o negligentes en la investigación, acusación y sanción de estos hechos, en beneficio de actores armados, actores políticos y empresas nacionales e internacionales.
En el caso del periodismo, es importante destacar la labor investigativa de algunos medios de comunicación y periodistas que han visibilizado las violaciones de los derechos humanos y los factores de persistencia del conflicto armado y han promovido la construcción de ciudadanía.
No obstante, otros medios de comunicación se convirtieron en un actor no armado del conflicto armado, puesto que en muchos casos estimularon la violencia a través de la estigmatización y no difundieron o justificaron las atrocidades cometidas por los paramilitares y los agentes estatales. En ocasiones disfrazaron sus acciones como una respuesta justa en la lucha contra el comunismo, el terrorismo, el narcotráfico o la delincuencia común, invisibilizando o estigmatizando a las víctimas.
Actualmente, algunos medios de comunicación se siguen prestando para negar o justificar las atrocidades cometidas por paramilitares y agentes estatales o para no difundir información sobre quienes se beneficiaron económica o políticamente de estas.
En este sentido, los medios tienen la responsabilidad de brindar la información fidedigna y comprobable, ofrecer distintos puntos de vista, evitar la reproducción de tabúes (aquello de lo que no se puede hablar), odios, perjuicios, estigmatizaciones o estereotipos del “enemigo” y promover la consolidación de la paz mediante la promoción de información sobre experiencias positivas de encuentro o reparación.
Al igual que la justicia y el periodismo, el informe final determina que en la religión también ha habido casos de líderes religiosos que han buscado la convivencia pacífica, la reconciliación y la integración social, así como otros que han estado del lado del poder, los privilegios y de la restricción de las libertades individuales mediante la difusión de discursos que estigmatizan a personas con otras creencias, a las mujeres, a la comunidad LGBTIQ+, a personas que por diversas razones califican como demonios, entre otros.
El sistema paramilitar
Sobre el paramilitarismo, el informe resalta que fue un entramado de intereses y relaciones estrechas entre diversos sectores del narcotráfico, el Estado, la fuerza pública, entidades de seguridad y de inteligencia, como el DAS y la DEA, mercenarios israelíes, sectores políticos, judiciales, de la Iglesia, de medios de comunicación y empresariales que utilizaron estrategias que buscaban engendrar terror y dar visibilidad a su violencia con propósitos de lucha antisubversiva para privatizar la seguridad e imponer los intereses de sus economías lícitas e ilícitas, para lo cual generaron formas autoritarias de control social y territorial basadas en el terror, el fanatismo, el negacionismo, la deshumanización, la justicia por mano propia y la concentración de la tierra, las riquezas y los ingresos.
Incluso, el paramilitarismo hizo pactos con grupos guerrilleros para el beneficio mutuo del narcotráfico, lo cual no significaba que dichas agrupaciones compartieran los mismos objetivos ni que cesaran sus enfrentamientos militares que afectaban gravemente a las comunidades.
A pesar de los procesos de desmantelamiento de los grupos armados del paramilitarismo, este fenómeno persiste en el tiempo por la falta de mecanismos institucionales, económicos y políticos que desmantele la totalidad de las alianzas paramilitares que continúan vigentes o fueron heredadas por nuevos actores cercanos, como la parapolítica, la paraeconomía, y el narcotráfico y los diversos sectores vinculados que les da continuidad con la negación de su fenómeno o con su legitimación por la supuesta protección frente a las acciones guerrilleras o delincuenciales, lo cual oculta sus objetivos territoriales, económicos y políticos y minimizan las violaciones de derechos humanos e infracciones al DIH.
El acaparamiento de tierras y la vulnerable situación económica del campesinado
El modelo de seguridad de Colombia ha promovido un modelo de acaparamiento de tierras que consistió en despojar a la población de sus bienes, a través de medios legales e ilegales como la violencia, la criminalidad, el fraude, la extorsión, el asesinato, la venta forzada y la compra de títulos a notarios, para destinarlas a la explotación irracional y depredadora de los recursos naturales, como al desarrollo de proyectos de infraestructura, industriales, zonas francas, turísticas, urbanísticos o de finca raíz y la explotación de la ganadería extensiva, la agroindustria, la explotación forestal, la minería, el petróleo y los cultivos ilícitos.
En este sentido, en Colombia existió una empresa criminal en la que participaron grupos armados ilegales, políticos, servidores públicos, empresas y narcotraficantes que cometieron crímenes crueles e inhumanos contra la población civil para arrebatar propiedades y territorios a personas y comunidades, y permitir su apropiación a terceros, que se beneficiaban de la violencia y sufrimiento del conflicto armado.
Estos sectores concentraron y acumularon la tierra para asegurar y robustecer actividades económicas legales e ilegales en zonas de conflicto armado, como el narcotráfico y proyectos minero energéticos, agroindustriales, de infraestructura y de ganadería extensiva lo que se traduce en que la economía del país no se explica sin las dinámicas del conflicto armado sobre el cual, incluso, ha fomentado su persistencia.
Por esta razón, históricamente la presencia del Estado en territorios rurales se ha limitado al despliegue militar en las regiones para permitir la explotación de recursos naturales en los territorios y proteger sectores económicos poderosos, desatendiendo el resto de la población y en detrimento de la economía étnica y campesina, por lo cual estos sectores excluidos recurren a la informalidad y/o a integrar economías ilegales para poder sobrevivir.
En este sentido, el modelo de seguridad ha buscado el control territorial para permitir la explotación de recursos naturales, sin importar las afectaciones sociales o ambientales que se pudieran provocar, creándose una cultura productiva, no de naturaleza capitalista, sino rentística en la que se utiliza la coacción para satisfacer los intereses de enriquecimiento de unos pocos particulares.
De esta forma, el Estado se ha comportado como un actor que actúa en favor de los intereses privados, por lo cual ha permitido que grupos legales e ilegales impongan dichos intereses en los territorios.
Por lo anterior, en Colombia se han presentado situaciones en las que la fuerza pública protege proyectos industriales de poderosas empresas que se adelantan en territorios étnicos con violación de los derechos territoriales y humanos de las comunidades, e incluso con alianza de estructuras paramilitares.
En consecuencia, el conflicto armado ha sido utilizado como un medio para satisfacer intereses económicos, para lo cual se causaron violaciones de derechos humanos, se promovió la corrupción y se afectó gravemente a la naturaleza para permitir la explotación intensiva, extensiva, extractiva y destructiva de los territorios por parte de economías legales e ilegales. Estas dinámicas de conflictividad social no siempre se han dejado ver y no han sido criminalizadas como parte del conflicto armado.
Por último, la apertura económica promovida por el modelo de la globalización aumentó las importaciones del resto del mundo y la creación de condiciones para atraer la inversión de grandes empresas transnacionales, lo que agravó la situación de las economías campesinas.
A su vez, se promovió la explotación de recursos altamente rentables en el mercado internacional, lo cual incentivó el conflicto armado por la guerra del control territorial para destinar tierras a la explotación de dichos recursos naturales. Por otra parte, se impulsaron políticas para debilitar el aparato estatal frente a los intereses privados por medio de la privatización de bienes y servicios.
La izquierda colombiana y el surgimiento de los grupos guerrilleros
La Comisión indica que la izquierda colombiana no es homogénea por lo que reúne diversas reivindicaciones sociales, y concentra distintas visiones y formas de actuar, lo que incluso genera oposición dentro de sus diversos sectores, como, por ejemplo, su disparidad histórica entre la lucha pacífica y la lucha armada para llegar al poder o las críticas de feminismo que visibilizan el patriarcado existente dentro de algunos sectores de la izquierda.
Desde los años 40 los sectores de izquierda y de oposición han sido sistemáticamente perseguidos, torturados, asesinados y desaparecidos lo cual propició el origen de las guerrillas de Colombia quienes, partiendo de la cultura de las armas en la política, respondieron de forma violenta ante la sistemática persecución militar que sufrían. El adversario político también fue visto entonces como un enemigo al que se le niega el diálogo y al cual había que destruir física y moralmente.
Por otra parte, otros sectores de izquierda rechazaron la cultura de las armas en la política y dedicaron sus vidas a trabajar de forma pacífica. Pero, fueron perseguidos principalmente por el sistema paramilitar y agentes estatales, y despertaron la persecución de grupos guerrilleros, en algunos casos, por estar en contra de sus acciones.
La persecución violenta de la izquierda pacífica de Colombia ha generado situaciones de gran impacto social como los asesinatos de Jorge Eliecer Gaitán, Guadalupe Salcedo, Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo, Carlos Pizarro, Jaime Garzón y el genocidio de la UP.
El informe también relata que los crímenes de los grupos guerrilleros han afectado a las comunidades y a la naturaleza.
De igual forma, los grupos guerrilleros se integraron al narcotráfico, lo cual generó el tránsito de guerrilleros a grupos paramilitares, pactos entre guerrilleros y narcotraficantes y la confrontación entre los grupos armados por el control del narcotráfico.
El Narcotráfico
La Comisión de la Verdad esclareció que el narcotráfico ha estado presente en la economía de Colombia y en el poder político desde los años sesenta, sin hacer mención a cómo surgió y como se promovió en Colombia.
Por el contrario, se limitó a considerar que en los setenta alcanzó dimensiones internacionales e inició relaciones con élites de la economía formal y políticas, financiando incluso campañas presidenciales.
Es decir que aún falta investigación sobre el origen del narcotráfico en Colombia, sobre el cual parece tener incidencia Carlos Lehder quien es un colombo-alemán considerado como el primer narcotraficante de Colombia. Actualmente reside en Alemania luego de cumplir una condena en Estados Unidos.
En el origen del narcotráfico parece existir una influencia del neonazismo, puesto que Ledher es un admirador de Hitler y tanto él como Pablo Escobar mantuvieron negocios con el exagente nazi Klaus Barbie dentro del mercado del narcotráfico, quien con auspicio de la CIA promovió esta práctica en Bolivia para financiar grupos paramilitares contrainsurgentes y dictaduras.
En este sentido, la Comisión de la Verdad tampoco indagó la influencia de la CIA en el origen o/y crecimiento del narcotráfico en Colombia.
En otros países se ha documentado como la CIA promocionó sistemáticamente el narcotráfico como parte de una estrategia para financiar a grupos paramilitares, golpes de Estado y dictaduras en Latinoamérica dentro de la lógica de la guerra contra el comunismo y la lucha contrainsurgente.
De esta forma, históricamente se han evidenciado las relaciones de la CIA con el narcotráfico y grupos paramilitares en diversos países de Latinoamérica, en especial en Nicaragua, México, Bolivia y Panamá.
El narcotráfico ha condicionado históricamente la relación entre Colombia y Estados Unidos desde los setenta. Por esta razón, pese a las relaciones del narcotráfico con diversos sectores económicos, políticos y militares, el país comenzó a construir un discurso sobre el ‘flagelo del narcotráfico’ para justificar la guerra contra las drogas promovida por Estados Unidos, lo que aumentó la presencia de la DEA en Colombia.
Sin embargo, la guerra contra las drogas no difirió con la guerra contrainsurgente, por lo cual no se cambió la lógica y las formas de actuar de las fuerzas militares y se calificó como enemigos a la “narcoguerrilla” y a los campesinos cocaleros.
Por ello, algunos sectores consideran como exitoso el estatuto de seguridad nacional, el plan Colombia y el Plan Patriota que surgieron durante la guerra contra la droga, puesto que sus presupuestos se dirigieron a políticas de seguridad nacional con las que se estigmatizaban y perseguían a determinados grupos y movimientos sociales, se criminalizó la protesta social y se causó graves violaciones de derechos humanos e infracciones al DIH.
Por otra parte, la guerra contra las drogas promovió leyes de prohibición sobre la droga, lo cual benefició a las organizaciones narcotraficantes porque aumentó el beneficio de la elaboración y el tráfico en cada eslabón de la cadena. Lo que explica porque en medio de la lucha contra las drogas que inició en los años 70 se fortaleció simétricamente el narcotráfico y el paramilitarismo y la razón por la cual la guerra contra las drogas nunca se dirigió contra los grupos paramilitares que tenían el mayor porcentaje del negocio del narcotráfico, ni ha atendido las relaciones del narcotráfico con la política y la economía, ni se ha perseguido el dinero producido por el narcotráfico.
El narcotráfico es un mercado ilegal que proporciona grandes ganancias a los involucrados en el negocio y fomenta la corrupción, por lo que ha generado alianzas y pugnas entre guerrilleros, paramilitares, narcotraficantes y la fuerza pública, empresarios, políticos y funcionarios públicos, quienes se oponen a su legalización y regulación pues perderían sus rentas. Por lo tanto, el narcotráfico provee recursos para seguir haciendo la guerra.
La guerra contra las drogas se ha caracterizado por atacar al eslabón más débil de la cadena del narcotráfico que son los campesinos cultivadores de coca, quienes en muchos casos les tocó ingresar a la economía ilegal para sobrevivir por ser excluidos del mercado de otros cultivos legales.
De esta forma, la guerra contra la droga ha utilizado principalmente la aspersión aérea con glifosato para destruir los cultivos ilícitos lo que causa profundos impactos en la salud de las comunidades y el medio ambiente.
El narcotráfico es uno de los factores que permiten la persistencia del conflicto armado porque justifica la militarización promovida por la guerra contra las drogas de Estados Unidos, la cual ha causado graves violaciones de derechos humanos en poblaciones rurales y urbanas más empobrecidas, en los usuarios de la droga que han sido estigmatizados, criminalizados y asesinados, y en los pueblos étnicos.
La guerra contra la droga no se ha dirigido a la persecución del dinero que produce por lo cual se ha permitido el tránsito del dinero ilegal a dinero legal a través del desarrollo de infraestructuras, la compra masiva de propiedades y de operaciones bancarias significativas al extranjero.
Es importante resaltar la recomendación de la Comisión de reconocer que el narcotráfico ha penetrado la cultura, el Estado, la política y la economía, y que la guerra contra la droga ha configurado uno de los principales factores de la persistencia del conflicto armado.
Por todo lo anterior, la Comisión recomienda la regulación del mercado de la droga; garantizar la persecución judicial de los aparatos políticos, económicos y armados que integran el sistema criminal del narcotráfico; cambiar la política a los campesinos y a los eslabones más débiles de la cadena del narcotráfico para superar los problemas estructurales de la pobreza, la exclusión y la estigmatización.
En este sentido, la Comisión de la Verdad considera que la superación del conflicto armado requiere la desmilitarización de las políticas contra la droga y recomienda cambiar el paradigma prohibicionista para avanzar en la regulación estricta de la cocaína, dentro de mercados justos para las comunidades rurales, con un tratamiento de salud pública a los consumidores, y una prevención social y educativa.
La influencia no esclarecida de la CIA en el origen del conflicto armado
La Comisión de la Verdad no esclareció la influencia de la CIA con el origen del conflicto armado y su persistencia en el tiempo que se intuye por su estrecha relación con la multinacional United Fruit Company. De hecho, el director de la CIA Allen Dulles fue miembro del consejo directivo de esta empresa.
Por esta razón, Allen Dulles, como director de la CIA, organizó una operación en 1954 para dar un golpe de Estado al entonces presidente de Guatemala Jacobo Arbenz Guzmán para defender los intereses de la United Fruit Company, puesto que el mandatario había promovido una reforma agraria que le quitaba grandes cantidades de tierras improductivas a la empresa, la cual era la mayor terrateniente de Guatemala, ni tampoco permitía que se usaran las fuerzas militares para reprimir las protestas de sus trabajadores.
La United Fruit Company es reconocida en la memoria histórica de Colombia por orquestar la masacre de las bananeras en 1928 y por ser la predecesora de la multinacional Chiquita Brands Internacional, la cual estuvo estrechamente relacionada con el origen del paramilitarismo en el Urabá antioqueño.
La cultura de la guerra
El Informe Final resalta que una de las razones por las cuales el conflicto armado de Colombia se ha extendido en el tiempo son la desigualdad, la discriminación, la exclusión, la negación del diálogo con el opositor, la desconfianza, la naturalización del uso de la violencia en las relaciones interpersonales de la vida cotidiana, la utilización de las armas en la política, la confrontación a muerte entre los diversos bandos del conflicto armado y la impunidad. Todo lo cual, desde Prospectiva en Justicia y Desarrollo preferimos llamar la cultura de la guerra.
En el informe final se resalta que el origen de dicha cultura de la guerra proviene de las prácticas culturales de la colonización que se caracterizan por ejercer una relación de desconfianza y una visión excluyente del otro, de los pueblos étnicos, del campesino pobre, del disidente o del contrario. En este sentido, en Colombia la lucha por la defensa y dignidad de los derechos de los excluidos siempre se ha visto como una amenaza, por lo cual se ha criminalizado, perseguido y asesinado a quienes la lideran.
Así mismo, el modelo de la hacienda colonial estableció la práctica de despojar tierras a comunidades étnicas y campesinas para concentrar grandes extensiones de tierra y destinarlas a la explotación extensiva con mano de obra esclava.
La cultura colonial ha tenido efectos en la cultura actual del país. Es el origen de prácticas crueles e inhumanas durante el conflicto armado como los procesos históricos de acumulación de tierras, la deshumanización de las personas, las discriminaciones y violencias estructurales y sistemáticas que consideran a los otros con menos derechos, dignidad o capacidades y que niega el reconocimiento de la diversidad humana.
También ha sido el origen de la subvaloración de las culturas y economías étnicas y campesina; la calificación de los territorios étnicos como territorios “salvajes” que se pueden saquear y despojar con ataques a las comunidades étnicas para explotar la tierra; la dominación y destrucción de la naturaleza; la imposición de modelos de “progreso”, “desarrollo” o “civilización”; la imposición de la cultura hegemónica; y la concentración de las riquezas en determinadas regiones y en determinados sectores sociales.
La cultura de la guerra ha estado presente en la vida política de Colombia desde la independencia. En este sentido, la estructura del Estado colombiano no surgió a partir del diálogo político y social, sino que siempre imperó la imposición del modelo estatal por parte de la fuerza política más fuerte militarmente. La historia del siglo XIX de Colombia se caracteriza por el continuo estado de guerra de la sociedad lo que desató en total nueve guerras civiles por disputas sobre la estructura del Estado colombiano.
La primera guerra civil la desató Antonio Nariño en 1812 por querer imponer el modelo de estado centralista sobre el modelo federalista que se había aprobado de forma consensuada en la primera constitución Política de Colombia.
La segunda guerra civil, la “guerra de los supremos”, se desató por la expedición de una ley sobre la extinción de los conventos menores para destinar sus rentas a la instrucción pública, por lo cual los líderes religiosos no hicieron una oposición pacífica a la ley, sino que prefirieron iniciar una guerra. La situación de guerra fue aprovechada por el gobierno para atacar a sus opositores, quienes se alzaron en armas por la persecución política.
La tercera guerra civil la desataron los conservadores por su desacuerdo con la abolición de la esclavitud declarada por el gobierno de José Hilario López. La cuarta fue una respuesta de los líderes políticos conservadores y liberales ante el golpe de Estado del General José María Melo que pretendía defender a través de las armas los intereses de los artesanos, quienes se oponían al libre mercado y exigían medidas económicas proteccionistas. La quinta se activó para imponer a través de las armas un modelo de Estado federalista que dio como resultado la Constitución Política de 1863.
La sexta guerra civil la desataron los conservadores y la Iglesia católica al oponerse a la reforma a la educación del gobierno de Aquileo Parra, la cual establecía una educación laica en lugar de la educación religiosa que era controlada por la Iglesia católica. La séptima se dio para imponer a través de las armas un modelo de Estado centralista, autoritario y confesional que dio como resultado la Constitución Política de 1885 redactada por Miguel Antonio Caro, la cual estuvo vigente hasta la expedición de la actual Carta Magna de Colombia en 1991.
La octava guerra civil fue desatada por los liberales ante la continua persecución política, la censura a la prensa y la corrupción por parte del gobierno de Miguel Antonio Caro. Finalmente, la novena, la “guerra de los mil días” también la promovieron los liberales como respuesta de todo el descontento popular acumulado por todos los gobiernos de la Regeneración.
De esta forma, la cultura de la guerra impregnó a la sociedad colombiana durante todo el siglo XIX y continua viva en la forma como nos relacionamos y discutimos con los demás.
Esto se debe a que la cultura de la guerra es continuamente promovida por los diferentes actores armados y no armados que se benefician del conflicto. Principalmente, desde el inicio de la Guerra Fría, Estados Unidos impulsó una doctrina de seguridad nacional en todo el continente americano para atacar el “comunismo”.
Con el paso del tiempo los postulados de la guerra contra el comunismo han mutado en la guerra contrainsurgente, la guerra contra las drogas y la guerra contra el terrorismo, por lo cual las prácticas y lógicas de la guerra contra el comunismo siguen vigentes en la actualidad.
Desde los años sesenta, la doctrina del “enemigo interno” se ha inscrito en la cultura, en las formas de entender el mundo y en los comportamientos sociales e institucionales, lo cual ha impedido que las personas puedan convivir en la diferencia por la desconfianza al extraño a quien se le considera como posible enemigo o delincuente y por los perjuicios sociales. De forma que, gran parte de la sociedad es desconfiada, intolerante, insolidaria, irreflexiva, racista, clasista, aporofóbica, machista y corrupta. Todos estos elementos deben ser destituidos de la matriz del sentido común para poder vivir en comunidad.
Es decir que una serie de antivalores se han convertido en rasgos culturales que convierten el conflicto, la violencia y la discriminación en el sentido común con el que las personas viven de forma cotidiana y con el que se relacionan con el otro, los cuales destruyen la vida en comunidad y promueven el individualismo.
En este sentido, la cultura de la guerra ha llevado a la banalización de la violencia y a su instalación en múltiples esferas de la vida cotidiana, por lo que el conflicto armado y las relaciones violentas se han normalizado e incluso se han legitimado.
El modelo de seguridad de Colombia construyó la doctrina del “enemigo interno” a partir de nociones aporofóbicas, clasistas, racistas y patriarcales en la que los sujetos históricamente excluidos fueron víctimas de discursos de odio y de prácticas violentas contra su integridad, derechos y dignidad. En el imaginario colectivo, en consecuencia, unas vidas importan más que otras y se ha desconocido el pluralismo político y la diversidad étnica y cultural de la sociedad colombiana.
Asimismo, la estigmatización de las personas se extendió a todos aquellos que no estaban de acuerdo con el sistema imperante o que demandaban transformaciones políticas, sociales y económicas. La cultura de la guerra caracterizó al adversario o al opositor como “enemigo”, con lo cual se niega el diálogo al contradictor, se busca la eliminación moral o física del opositor y la imposición a la fuerza de las decisiones del Estado.
Por esta razón, gran parte de los conflictos que surgen en la sociedad desembocan en una disputa violenta en la que se impone el más fuerte. De igual forma, en la disputa política se ataca la integridad de las personas por su posición política, se niega el diálogo entre personas con posiciones políticas contrarias y se descalifica, desprecia y estigmatiza a quien piensa diferente. Incluso, el discurso de la guerra se revela en los imaginarios que relacionan a los defensores de derechos humanos con grupos guerrilleros o vandálicos.
De este modo, el modelo de seguridad de Colombia utiliza la estigmatización del otro calificándolo como “enemigo”, “amenaza”, “enferma”, “salvaje”, “guerrillero”, “terrorista”, “narcoterrorista”, “delincuente” o “vándalo” para deshumanizar a la sociedad con respecto al sufrimiento de la persona estigmatizada.
Se minimiza la gravedad de los hechos que sufre la persona estigmatizada, se justifican acciones en su contra e incluso se promueve un trato despiadado. De esta forma, la sociedad en general comienza a percibir a estos individuos como obstáculos o personas despreciables, sin derechos, desechables o de las que hay que deshacerse.
Dentro de la cultura de la guerra la persona estigmatizada es vista como un malvado que es culpable de todo lo que suceda, de quien hay que defenderse de forma preventiva y a quien hay que contraatacar hasta aniquilarlo, lo cual también ha justificado prácticas violentas y crueles como “la justicia por propia mano” y “la limpieza social”.
La deshumanización de la sociedad colombiana llegó al extremo de justificar o pedir la “limpieza social”; de normalizar o negar las crueles situaciones que sufrían las víctimas del conflicto armado lo que impidió el reconocimiento de su dolor y vulneró sus derechos; de justificar o negar los actos crueles e inhumanos cometidos por guerrilleros, paramilitares y agentes del Estado, y de negar cualquier posibilidad de diálogo con el opositor porque había que destruirlo física o moralmente.
Debido a la deshumanización de la sociedad el sufrimiento del prójimo no escandalizó a amplios sectores del país. Por el contrario, el sufrimiento del prójimo se justificó con frases que lo califican como sospechoso o delincuente, al señalarlo como culpable de la misma violencia que se ejerció sobre este. En este sentido, el informe reconoce que la inversión de la culpa ha sido un fenómeno muy difundido en la cultura social y política de Colombia.
Esta cultura de guerra se alimenta ideológicamente del anticomunismo, del militarismo, del autoritarismo, de la deshumanización, del patriarcado, del racismo, de la discriminación, del odio, del individualismo, del clasismo, de la aporofobia, del materialismo, de la corrupción, del deseo de enriquecerse y la explotación destructiva de los recursos naturales.
La cultura de la paz
El informe reconoce que en contraposición a lo que llamamos la cultura de la guerra, en Colombia surgió la cultura de la paz como práctica de resistencia al conflicto armado, de sobrevivencia ante las graves violaciones de derechos humanos y de reconstrucción de las vidas.
La cultura de la paz se caracteriza por la búsqueda de la justicia y la verdad, por la defensa de los derechos humanos y por promover la igualdad, la solidaridad, la empatía, la fraternidad, la rehumanización, el diálogo social, la relación con la naturaleza y la transformación social.
De este modo, la sociedad civil se ha movilizado y organizado en movimientos sociales, campesinos, étnicos, feministas, sindicales, ambientales, religiosos y de derechos humanos para resistir la guerra, proteger la población civil, defender y rehumanizar la vida, defender los espacios colectivos, denunciar las violaciones de derechos humanos, luchar contra la impunidad, luchar por sus derechos, lograr la paz, exigir la no repetición y superar las condiciones de exclusión y violencia, sin recibir respuestas sociales o del Estado y exponiéndose a sufrir más violencia al ser estigmatizados, perseguidos, criminalizados y asesinados por ser considerados “enemigos”.
En este sentido, las víctimas del conflicto armado se han convertido en actores resilientes que han reconstruido sus vidas sin dejar de exigir justicia, verdad, memoria, reparación y transformación de la sociedad colombiana. Son los testigos que visibilizan los impactos del conflicto armado e incomodan a los que se han beneficiado de este.
Sin embargo, las víctimas son seres humanos que en algunos casos han caído en la lógica del conflicto y se han convertido en parte de las guerrillas, los paramilitares o las Fuerzas Armadas, por rabia, odio, venganza o como respuesta a la impunidad y desprotección por parte del Estado.
La cultura de la paz también ha sido vivida por miembros del aparato del Estado, funcionarios y periodistas que han defendido a la población y han investigado graves violaciones de derechos humanos y del DIH, aun a costa de sus vidas.
La historia de la defensa de los derechos humanos en Colombia está marcada por personas que fueron asesinadas o desparecidas por defender la vida y la persistente amenaza a la vida de los líderes sociales, de los defensores de derechos humanos, de los miembros de los diversos movimientos sociales y de los agentes estatales que se oponen a la política de la muerte del Estado.
La cultura de la paz ha impedido muchas veces que la tragedia ocasionada por el conflicto alcance mayores dimensiones o que Colombia se convierta en una sociedad fallida, puesto que la cultura es un dispositivo que potencia el vínculo comunitario, el arraigo, la capacidad de defensa de las comunidades y su fortaleza para superar sus traumas.
De esta forma, gracias a la ciudadanía con cultura de paz se ha logrado la negociación con grupos armados ilegales, la expedición de la Constitución Política de 1991, la defensa del Acuerdo de Paz de 2016, el desarrollo progresivo del precedente constitucional de la Corte Constitucional y la denuncia de graves violaciones de derechos humanos y del DIH. Además, la transición pacífica del poder a un gobierno de izquierda en el 2022.
La cultura de la paz se inspira en la democracia deliberativa, los derechos humanos, la paz, la reconciliación, la interculturalidad y los derechos de la naturaleza.
Esta cultura resulta fundamental para la construcción de la memoria histórica, lograr el reconocimiento de lo ocurrido, rehumanizar a la sociedad colombiana, reconstruir las relaciones éticas entre las personas, ejercer el continuo diálogo social de forma democrática, crítica, incluyente, constructiva, respetuosa, solidaria, empática y sensible, priorizar la vida, la dignidad y la naturaleza sobre los intereses económicos, promover la movilización social, la convivencia, la cooperación social y el respeto de la diversidad humana y natural y transformar la realidad para dejar atrás la violencia y crear una sociedad con justicia social y con justicia ambiental.
En este sentido, el Informe Final recomienda transformar la cultura de la sociedad en general hacia una cultura que nos permita vivir armónicamente y en comunidad, para refundar las bases de la democracia.
Asimismo, la Comisión recomienda crear una ética pública que integre el conjunto mínimo de valores de las distintas fundamentaciones éticas (desde los derechos humanos, la moral ecológica, las tradiciones étnicas, el evangelio y la ética de los ateos) que nos permitan vivir como comunidad nacional.
La sociedad colombiana necesita reinventar un nuevo modelo de articulación del Estado, las regiones y territorios para lograr el buen vivir, de forma que se valore y aproveche el enorme potencial de la diversidad humana y ecológica del país y se garantice la interculturalidad, la inclusión humana, los derechos humanos y los derechos de la naturaleza.