La opinión de la semana
En días pasados el Fiscal General de la Nación propuso, para superar al escollo que supone el modelo de justicia diseñado en los Acuerdos de Paz de la Habana, aplicar el esquema actual de Justicia Transicional establecido por la Ley 975 de 2005.
Por: Samuel Serrano Galvis*
La propuesta, que poco se difundió y que fue rechazada, no considero que deba ser desechada antes de analizarse, a partir del argumento falaz de haber sido un sistema diseñado para el paramilitarismo.
Muchas son las críticas que pueden hacerse a la aplicación del modelo de Justicia Transicional de la Ley 975 de 2005:
-Pocas sentencias, todas ellas objeto de apelación en algunos casos por la debilidad de sus fundamentos y el desarrollo de exóticas teorías jurídicas.
-Yerros en el reconocimiento de la calidad de víctima o en la tipificación de las conductas juzgadas.
-Poca investigación para esclarecer los hechos por parte de la Fiscalía General de la Nación, que funda sus imputaciones en la mayoría de los casos, en la mera versión de los postulados, lo que afecta la verdad.
-Mínimo avance en materia de persecución de bienes para la reparación a las víctimas.
-Nulo avance en la judicialización de quienes coadyuvaron en el fortalecimiento de los grupos paramilitares, entre otros.
Pese a ello, también hay aspectos positivos en la implementación del modelo, como la experiencia adquirida, la definición vía jurisprudencial de aspectos oscuros de la norma, la participación de las víctimas en el desarrollo del proceso, la conceptualización y atención de los sujetos colectivos de reparación, la judicialización de los máximos comandantes, la contextualización del conflicto, la aplicación de estándares internacionales de justicia, y el reconocimiento internacional del sistema, entre otros.
En este sentido, el sistema y su aplicación, sin lugar a dudas, es mejorable en todos sus aspectos, pero su continuidad evita la coexistencia de dos regímenes de Justicia Transicional, cada uno con sus particularidades y con los costos que ello supone.
Además, la continuidad permitiría la aplicación de sanciones mínimas frente a la comisión de delitos graves y la conexidad frente a conductas como el narcotráfico, obligaría la entrega de bienes, la contribución a la verdad y la garantía de no repetición.
A su vez, permitiría la participación de las víctimas en un sistema que ya conocen y que en la mayoría de los casos manejan los operadores judiciales y, en suma, rescataría lo ya construido a partir de la norma y la jurisprudencia.
De esta forma, no habría lugar a la construcción a partir de cero de un sistema de justicia especial sobre el que múltiples cuestionamientos caben, como el establecido en el Acuerdo de Paz de la Habana.
La Ley de Justicia y Paz lleva 10 años de implementación y el proceso no ha sido fácil. Poco a poco se ha consolidado y el análisis de la misma no puede limitarse al aspecto cuantitativo. Requiere ajustes para su fortalecimiento y ampliar su ámbito de aplicación para dar cabida a todos aquellos que, al mismo, quieran someterse.
Desaprovechar las enormes enseñanzas que se han dado en el marco de ese sistema y sus innegables avances, no parece lo más sensato. La mayoría de las críticas que le caben son atribuibles a su aplicación y no al esquema diseñado.
Hacer ajustes a la norma y exigir su cumplimiento a los operadores judiciales quizá resulte más efectivo que la creación de un sistema que incurra en los mismos yerros u otros más graves, que permite el levantamiento de la cosa juzgada y que se funda en criterios bastante amplios y subjetivos, que quizá nos alejen de una ‘paz estable y duradera’.